lunes, 7 de julio de 2008

"Educar desde la Sabiduría del Amor"

Carta Pastoral de Mons. Cipriano García Fernández OSA,
Obispo-Prelado de Cafayate, dirigida a los Educadores.


Queridos Educadores:

Es común en nuestro ambiente decir que vivimos momentos de crisis: social, política, religiosa, familiar... Si contemplamos la historia vemos que en todos los puntos de la tierra donde han germinado culturas y civilizaciones éstas se construyeron con el esfuerzo de generaciones, florecieron diversificadamente y, en muchos casos, llegaron a su ocaso y desaparecieron. Una constante se manifiesta en todas ellas: el trabajo y el sacrificio de tantas personas que con su entrega y servicio facilitaron el desarrollo de la humanidad. Es el hombre que se sobrepone a las adversidades, que con prudencia administra los recursos de la naturaleza y despliega creativamente su mundo con tesón e iniciativa.

Las conquistas del pasado y la herencia que recibimos se concretizan entre nosotros en el agradecimiento que debemos a quienes han posibilitado que seamos lo que somos y en la responsabilidad que tenemos de ir enriqueciendo creativamente lo que hemos recibido. Es lo que llamamos tradición, el esfuerzo por hacer fructificar lo recibido y encaminar el presente desde el pasado hacia un futuro mejor, siguiendo los buenos ejemplos y aprendiendo también de los errores.

En la consecución de todo esto juega un papel fundamental la educación. Educación es una palabra que procede del término latino educere, que significa guiar, encauzar, dirigir, orientar. En la antigüedad los encargados de guiar a los niños en su inserción social y aprendizaje eran los pedagogos. Pedagogo es una palabra de origen griego que significa «el que guía los pasos», el que instruye en el caminar y en el sendero de la vida.

Nunca como hoy se ha hablado tanto de la educación, nunca se han dedicado tanta energía y tantos recursos a su organización. Además, cuando algo supera nuestra capacidad de respuesta, sobre todo si es respecto del pensar y del obrar de los más jóvenes, decimos en muchos casos que se trata de un problema educativo. Pensamos realmente que la educación es la clave de muchas cosas y, por supuesto, de la buena marcha de nuestra sociedad. Podemos decir, incluso, que nuestra «fe en la educación» es tan fuerte que sobre ella recaen nuestras más refinadas quejas cuando algo no va como creemos que debería.

El cometido fundamental de la educación es la transmisión de valores, que han de guiar nuestras opciones fundamentales en la vida. Ahora bien, los valores no son fórmulas o contenidos que hayamos de aprender y basta. En este campo no es suficiente la instrucción. Sólo si, convencidos de ello, estos valores llegan a ser nuestros, parte de nosotros; únicamente si les hacemos «carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre», si entran a formar parte de nuestra configuración mental, si pensamos y sentimos con ellos, si experimentamos e interpretamos el mundo a través de ellos, entonces nos estamos educando verdaderamente.

La educación es el arte de guiar la vida por los cauces que harán fructífera nuestra existencia, encauzando nuestras tendencias e impulsos creativamente. Valga un ejemplo: el agua es necesaria para vivir, pero cuando baja descontrolada, en torrente o en volcán, arrasa todo lo que encuentra en su camino. Hemos de poner nuestras casas fuera de su alcance, para que no se las lleve. Pero encauzada adecuadamente, riega nuestros huertos, nuestras viñas, nuestras chacras, hace germinar la semilla plantada con esmero en tierra cuidada. Algo parecido sucede en nuestra vida con sus tendencias y pasiones. La educación ha de ayudarnos a encauzar sus dinamismos, de modo que regando la semilla del bien sembrada en nuestro corazón dé fruto abundante.

Su objetivo es engendrar felicidad, guiarnos al conocimiento de quiénes somos, qué somos y qué podemos llegar a ser. Somos personas. Nos distinguimos de los animales (algunos de los cuales se nos parecen mucho) porque somos de un modo distinto: en el entender la realidad, en el ejercicio libre de la voluntad, en la capacidad de amar. Tenemos tendencias e impulsos que nos mueven a obrar de modo inmediato. Ahora bien, por nuestra capacidad de entender, de querer y de amar contamos con la posibilidad de encauzar estas tendencias e impulsos según un fin, que ha de dirigirse a la consecución de nuestra realización personal, es decir, a la felicidad. Ésta no consiste en la posibilidad de hacer «lo que me nace», «lo que me gusta o me apetece». Se trata de desarrollar las cualidades con que uno cuenta encauzando la propia vida, siendo dueño de sí, obrando de mi parte lo que me hace mejor aunque me exija compromiso y esfuerzo. Y esto es mucho más que poner límites. Es, entre otras cosas, no dejarse arrebatar ni esclavizar por el «halago de lo inmediato o de lo sensible» en su sentido más bajo. Estos halagos producen satisfacción momentánea, pero impiden realizar los fines e ideales que nos harán felices. Un paso esencial para ello es aprender a valorar las cosas y las personas, a guiarnos por los ideales de lo justo, lo honesto y lo bueno, siendo responsables de nuestros actos y respetuosos con todos. Y hemos de convencernos de ello, es decir, adherirnos a este propósito de un modo firme, aunque desfallezcamos de vez en cuando en el empeño.

Los educadores -sean padres, maestros, profesores, trabajadores sociales, catequistas o agentes de pastoral- son los que tienen la responsabilidad de conocer este arte que es el educar, y su compromiso es ayudar a otros con su experiencia y conocimiento, es decir, con el testimonio de su vida. Educar es más que hacer aprender, que mostrar cómo ejercitarse en el manejo de conocimientos; educar es más que entrenar en una disciplina mental. Es enseñar a vivir, a respetar, a convivir, a amar. Los educadores están también implicados en su propia educación junto con los educandos: educar es co-educarse. «En tanto soy un buen maestro, en cuanto sigo siendo un alumno», predicaba San Agustín, obispo de Hipona (Sermón 244, 2). Y esto no es sólo cuestión de inteligencia, sino de opción en la vida. Una persona inteligente que sea egoísta empleará su inteligencia para el egoísmo, y un inteligente generoso lo hará para la generosidad. Es la diferencia entre educar en valores o simplemente instruir o ilustrar la mente con conocimientos y técnicas. Por eso dice Juan Pablo II: «La labor educativa está vinculada estrechamente a la formación de la conciencia, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre» (Evangelium vitae, nº 97).

Los problemas de la educación son los problemas propios de nuestra sociedad y no es correcto decir que los problemas de nuestra sociedad proceden de la educación: «la mayoría de nuestros quebrantos son consecuencia de nuestros desmanes», comentaba San Agustín al repasar su propia vida (Confesiones 6, 8). Sí es cierto que la solución de tales problemas no depende sólo del diseño curricular, ni de la administración de los recursos, ni de la mayor inversión de fondos, que con ser aspectos buenos y necesarios no son suficientes, porque son medios y no fines de la educación misma. Es asunto de valores, de convicciones, de ideales que han de ser encarnados, y no basta con repetirlos memorísticamente porque quedan bien en la planificación y no nos darían la aprobación ministerial si así no se hiciere. Si la educación se olvida de todo esto, o inconscientemente lo deja de lado, en vez de ser el más grande recurso de la humanidad se convertirá en agente privilegiado de su ruina. Ya lo decían los latinos: corruptio optimi pessima («la corrupción de lo mejor es el mayor de los males»).

Por otro lado, también es responsabilidad de los educadores procurar que los educandos no vean perturbada ni menoscabada su educación como consecuencia de la inadecuada gestión de los medios a su alcance, ni tampoco por las justas y razonables acciones reivindicativas del gremio docente. Respecto de estas últimas convendría estudiar la viabilidad y eficacia de otras estrategias.

La Iglesia, con la presencia viva de Jesucristo, con el Evangelio, con una tradición históricamente fundamentada en los pueblos y las culturas, con el testimonio de personas ejemplares y santas, con el propósito de ser fiel a su misión en el mundo... ofrece su colaboración en la construcción de nuestra sociedad, con la que se goza en sus logros y con la que sufre en sus lacras. A los 30 años de la erección canónica de nuestra Prelatura de Cafayate y con la verdad del Evangelio como emblema, desea aportar su presencia y compromiso ante los retos que se nos presentan. Con las luces y las sombras de nuestro tiempo, la Iglesia ofrece su vocación de servicio y de caridad como manifestación de la gozosa Buena Nueva (Lc 2, 10) de Jesucristo, comprometido con la historia y con la intimidad de cada hombre, tomando «la Verdad como cinturón, la Justicia como coraza, y, como calzado, el celo por propagar el Evangelio de la paz» (Ef 6, 14-15), proponiendo al mundo educar desde la sabiduría del amor (1 Cor 13, 1-13), dispuesta a asumir la cruz de cada día. También en la educación el amor es la gran diferencia.

«Estamos ante la tarea de reconstruir la Nación a partir de sus bases morales y culturales más profundas», decían los Obispos argentinos hace casi diecinueve años en el documento Iglesia y Comunidad Nacional (8 de Mayo de 1981), posición que desarrollaron después en Dios, el hombre y la conciencia con motivo del Año Santo de la Redención en 1985, reiterando lo propuesto en el documento anterior: «los argentinos, cada uno en cuanto persona, y cada grupo en cuanto integrante del conjunto social, han de examinarse con humilde sinceridad sobre su comportamiento y han de tomar conciencia sobre la proyección comunitaria de sus actos» (Iglesia y Comunidad Nacional, nº 66).

Seguimos en esta tarea y la educación tiene su misión que cumplir al respecto. Eduquemos, por tanto, en la interioridad y la reflexión, en el servicio y la responsabilidad, en la comprensión y el equilibrio, en la transparencia y la sinceridad, en el esfuerzo y la generosidad, abiertos siempre a la trascendencia, con la actitud propia de quienes consideran que «la búsqueda de Dios es la búsqueda de la felicidad y el encuentro con Dios es la felicidad misma» (San Agustín, Sobre las costumbres de la Iglesia Católica 11, 18).

El testimonio humilde y callado de Nuestra Madre, la Santísima Virgen María, a cuya advocación del Rosario está encomendada nuestra Prelatura, es ejemplo fiel de quien supo beber de las fuentes de la Sabiduría y convertirse de alumna en maestra. Vaya acompañada de su intercesión nuestra oración ante el Padre, para que seamos verdaderos hijos en su Hijo, miembros de su cuerpo que es la Iglesia por gracia del Espíritu vivificador y santificante.

Recaiga sobre todos mi bendición.


Dada en Cafayate, a diecinueve días del mes de marzo del Año Jubilar 2000, festividad de San José, modelo de padre y educador.


Mons. Cipriano García Fernández OSA, obispo-Prelado de Cafayate


Este documento fue publicado como suplemento
del Boletín Semanal AICA Nº 2259, del 5 de abril de 2000


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